jueves, 20 de agosto de 2020

Formación

El más allá de la misericordia

     A orillas del Mar de Galilea, muy cerca de Cafarnaún, Jesús pronuncia el más célebre de sus sermones. El sermón de la montaña. En el atardecer, en un paraje lleno de belleza, y seguido por una multitud que le sigue embelesado, como se sigue a un Maestro; entre el asombro, la admiración y la semilla de esperanza (el grano de mostaza) que crece en cada corazón, todas las miradas y todos los sentidos convergen en su Palabra.
      Es un sermón que desarrolla todos sus mensajes, pero todos se resumen en uno: el mandamiento del amor. Primero proclama las bienaventuranzas. Y seguidamente va transmitiendo de su propia voz la esencia del cristianismo… 
      “No juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados" (Lucas 6.37, Mateo7.1). En esta frase se encuentra gran parte del núcleo de su verdad. Pero encierra muchas ideas en una. En primer lugar, la comprensión de que nadie pueda juzgar al prójimo sin usar su propio calzado, sin estar en su piel, sin haber vivido su historia. Ya en la Grecia clásica, había nacido el término empatheia (sentir por otra persona), como virtud, como teoría de conocimiento que trata de compartir la totalidad emocional de otro para compartir y no juzgar, para trascender.
      Cuánto olvidamos los creyentes esta realidad que el rabí nos ponía en valor hace 2000 años… Cuántas veces escuchamos el diagnóstico fácil sobre un hermano, sin conocer su vida, su realidad, o lo que  aún es peor conociéndola, y olvidándola a propósito… ¿Cuántos de los que critican conductas ajenas no se paran en asimilar su existencia?, y todavía mas ¿cuántos hubieran reaccionado aún peor a golpes y situaciones en las que,  por fortuna, no han llegado a encontrarse?
      Y el galileo prosigue su enseñanza: “Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido.” (Mateo 7.2). Con ello quiere decir, que previamente al juicio a los demás, debe estar el autoanálisis de nuestra conciencia, y recordar en nosotros el mismo error que, airosamente, reprochamos a otros. El Señor nos ha regalado su vida, y su muerte. Su Buena Muerte por nosotros. La vida eterna y la misericordia infinita. La recibimos con inmenso gozo y pilar fundamental de nuestra fe, ¿como no conceder ese amor que él nos transmite, esa indulgencia, ese perdón sin límites a los demás? ¿Quiénes somos -siendo infinitamente más pequeños que él- para practicar un rigor que no practicamos hacia dentro y que contradice a Cristo? ¿De verdad creemos en su palabra? Si fuera así, renunciaríamos a todo ese ruido… Como decía el clásico: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir". Cuántos de los que acusan sin complejos, guardan miserias y pasado, más grises que el hermano al que señalan, con sus propias excusas.
      Pero, el mensaje de Cristo va aún más allá. No sólo compartir, no sólo comprender, no sólo no censurar… Exige dar un paso adelante. Un paso más,  amar al prójimo, situarse con él en la trinchera y preguntarle: ¿En qué te puedo ayudar? ¿Qué necesitas para salir de esta situación? No estás solo. Tus problemas son los míos.
      Así es el verdadero mensaje del nazareno. 
      Así lo explica nítidamente el Papa Francisco: “¡Aquí está todo el Evangelio, está el cristianismo! […] La misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del cáncer que es el pecado,  el mal moral…”
      Pidámosle, pues, a nuestra Madre, a nuestra Abogada, la capacidad de amar y comprender a nuestros hermanos, con sus propios errores y con los nuestros.

Carlos Castro Arroyo

Mayordomo Segundo


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