El ejemplo de María
Es
frecuente la acusación, revestida de crítica, que se nos hace a los católicos,
según la cual situamos a la Virgen María,
Madre de Dios, en un plano más propio de la divinidad que del puesto que
realmente le corresponde según el Evangelio, receptora de una adoración que no
le pertenece; elevándola a los altares, cuyo sitio debiera ser sólo reservado
para el Altísimo, para Jesucristo, hijo único de Dios.
Y
es cierto, el amor sin límites que sentimos hacia Ella. Es cierto, el alto lugar
que le otorgamos; en la misma linde que separa la divinidad de la humanidad. La
consideramos íntegramente humana, pero situada en el mismo escalón de directo
contacto con Dios y el Reino de los Cielos. Es flor de Santidad, Inmaculada,
Asunta, Mediadora, Intercesora y un largo, etcétera. Pero, todo ello, no es una
invención nuestra, producto de leyendas o exageraciones. No procede de
impurezas o interferencias que, de alguna u otra manera, se hayan adheridos al
mensaje evangélico de la historia de la salvación…
Decía
el Padre José María Javierre, que Dios Padre Todopoderoso, Trinidad Santa Único
Dios, había exagerado con María mucho más que nosotros… Había elegido a una
mujer joven, humilde y sencilla de una aldea de Israel, nada más y nada menos
que para ser el conducto a través del cual el Hijo del Hombre se encarnara en
su vientre y viniese al mundo. Ella fue la pieza necesaria para que el deseo de
Dios, de compartir con el ser humano su propia naturaleza, se hiciera realidad.
Fue la persona escogida en la historia de la creación, el ser elegido y por
ello, pura, limpia, santa, única e irrepetible.
Y
como resultado, también es el primer ejemplo para todos los cristianos, Ella es
la esclava del Señor, desde la sorpresa de la Anunciación, responde
a Dios con el “hágase en mí, según su Palabra” (Lc 1, 26-38). Y a partir de
ahí, es la Madre
ejemplar, la que en un segundo plano acompaña al Maestro. La que le alberga en
su vientre nueve meses, la que pare en
Belén con dolor, la que le alimenta, la que sufre al perderlo y suspira
al hallarlo en el templo, la que aprende de Él, la que sufre su Pasión en sus
propias entrañas, la que está al pie de la cruz cuando expira, y la que acoge
en su regazo su cadáver como acogió su cuerpo recién nacido. Por eso, sube al cielo
y está en cuerpo y alma para siempre, por lo siglos de los siglos.
Ella
es el ejemplo a seguir, y una vez más nos demuestra que el único camino para
ganar la eternidad, para asemejarnos a Cristo es el amor. Una vez más, se
demuestra el principio y fin que lo resume todo. Dios es Amor. Deus Charitas
est. Si queremos ser como Él, tomemos la vida de la Virgen como ejemplo. Su
vocación de servicio, su entrega sin límites, su capacidad de perdonar, su
dulzura, su forma de cuidarnos, su cariño de madre, su valentía, su esperanza
en la oscuridad, su luz en la tiniebla, su verdad, su dolor y su gloria.
Lo
define San Luis de Monfort, de forma breve y certera: “María es el camino más
seguro, el más corto y el más perfecto para ir a Jesús”. A Jesús por María, siempre
por María. Nunca renunciará la
Iglesia a su refugio, porque como dice el “Magnificat” bienaventurada la llamarán,
por siempre, todas las generaciones… (Lc 1, 46-55).
Juan Carlos Castro Arroyo
Mayordomo Segundo