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Sevilla en los labios |
En nuestro recorrido por los
libros o textos literarios que recogen referencias a nuestra Hermandad, nos
detenemos hoy en un clásico como es “Sevilla en los labios”, original del
escritor Joaquín Romero Murube. Este literato nació en la localidad sevillana
de Los Palacios y Villafranca el 18 de julio de 1904 y fallecía en Sevilla el
15 de noviembre de 1969. Fue redactor jefe de la revista Mediodía, vinculada a
las vanguardias de la literatura. Fue un pródigo escritor de temas diversos
pero especialista en aquellas cuestiones propias de Sevilla, así en 1934 publica
su ensayo Dios en la ciudad, más tarde incluido en Sevilla en los labios
(Sevilla, Colección Mediodía, 1938). Es éste uno de los libros centrales de
Romero Murube: y no sólo por la filosofía expuesta en sus páginas, sino por las
líneas estéticas apuntadas, que serán después ampliadas en entregas
posteriores: vitalismo sevillano, con sus mitos y leyendas; recuento de vida y
literatura en torno a maestros (Bécquer) y al grupo generacional (Mediodía);
recreaciones de jardines y de la gracia misteriosa y secreta de los bailes; el
temblor de campanas y oraciones que supone la emoción religiosa, etc. Todo
ello, con la huida del narcisimo localista y la exposición directa de las
limitaciones de una geografía tópica: Queremos una Sevilla universal, dentro de
esas normas propias y características que hacen de las ciudades valores apartes
y comunes como rosas de distintos aromas y colores. Creemos que, literaria y
artísticamente, los sevillanos deben esforzarse en lograr expandir esa enorme
fuerza centrífuga que contrae la sugestión de la ciudad al encanto de un patio,
al primor de una página, o al círculo mínimo y cordial de una copa de vino. Hay
que hacer Sevilla para el mundo, ya que también sabemos hacérnosla- recreación-
para nosotros. De su primitivo ensayo “Dios en la ciudad”, incluido
posteriormente en “Sevilla en los labios” traemos dos textos de una sensibilidad
exquisita y que recoge perfectamente su percepción sobre la Hermandad de la
Hiniesta.
HINIESTA
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Virgen de la Hiniesta |
¿Recordáis la cara de la Virgen de la
Hiniesta? No encontraremos palabras para poder encerrar la emoción que a todos
producía la visión de aquel rostro que, perdido hoy en la eternidad de la
muerte, nos deja en temblor de nuestro recuerdo dos lágrimas que surcan una
mejilla de cristal, radiada por la sombra de las largas, negras pestañas. ¡La
Virgen de la Hiniesta! Si cada advocación de Virgen sevillana es un acierto de
humanidad divinizada, la Virgen de la Hiniesta era precisamente eso: la Virgen
Sevillana sin advocación humana. Era eso solamente: la Virgen. Puede haber la
Virgen del Mayor Dolor y Traspaso, con su rostro macerado por el dolor y llagas
en sus órbitas acardenaladas; existe la Virgen de los Dolores, con un hermoso
gesto de resignación en su semblante; la Amargura, traspasada por las espadas
del llanto; la Piedad, con la mayor expresión mística en rasgo de mujer, y
tantas y tantas advocaciones de Vírgenes sevillanas… Pero hacía falta la Virgen
que, aparte de todas las advocaciones, o mejor dicho, compendiando todas las
advocaciones, fuese la expresión real –y aquí lo real tiene que ser lo más
poético- de la Virgen. Y esta era la Virgen de la Hiniesta. Era eso: una
muchachita del barrio de San Julián que no sabía si reía o lloraba. Llena de
gracia era su cara donde la carne de la mejilla se hacía cristal de lágrimas y
donde los labios ponían sobre el dolor, la iniciación de un gesto inexplicable
que si en la Virgen de la Macarena puede parecer sonrisa, en los de la Hiniesta
parecía querer hablar palabras de consuelo. ¿Y su salida a la plaza de pueblo
grande que era la plaza de San Julián? Que nos perdonen los buenos sevillanos
que lean esta página hoy. Más grande que el dolor de recordar todo esto, ha
sido el que a nosotros deparó el destino, al ver en el fuego a la Virgen de la
Hiniesta. Obligaciones periodísticas nos obligaron a presenciar el desastre de
aquella madrugada desoladora. De nuestro corazón, de nuestra memoria de
sevillano creyente, no caerá nunca el recuerdo de aquella hoguera enorme, de
aquel macizo de llamas, humos, maderas rojas en el que las vigas de la
techumbre formaban un inmenso varillaje de abanico de fuego contra el cielo
lleno del resplandor de la tragedia. Nosotros estuvimos allí junto al
siniestro, y vimos cómo en el fondo de su capilla, adonde no se podía llegar
porque un bosque de fuego lo impedía, la Virgen de la Hiniesta sucumbía,
abrasada, lamida por un haz de llamas, entre chispas, humo y cascotes del
techo, que caían como bólidos iracundos. No se podía hacer nada. La Virgen de
la Hiniesta se consumió en el incendio como una rosa caída en el cráter de un
volcán.
La Semana Santa en Sevilla no
morirá nunca mientras haya sevillanos. Es una fiesta que invade todos los
recintos del corazón de la ciudad. Todo volverá a su cauce, y veremos nuevamente
a Dios y a la Virgen por nuestras calles. Saldrán todas las Vírgenes de
Sevilla. Pero la de la Hiniesta, aquella que estaba en el barrio de San Julián,
aquella Virgen tan blanquita, tan casera, que parecía que nos iba a hablar de
nuestras cosas –de nuestro pan, de nuestra madre, de nuestro cariño- aquella no
será nunca más el placer de nuestros ojos. La llevaremos para siempre hundida
en la Sevilla del alma de los buenos sevillanos.
COFRADÍA, HERMANDAD
Hay tal riqueza sentimental en
nuestra Semana Santa, que difícilmente puede lograrse la conjunción de todas
sus emociones en una sola sensibilidad. Aun sevillanos, somos un poco
forasteros de toda otra hermandad que no sea la nuestra. Lo más que puede
alcanzarse es la sensación aproximada, fugitiva e incierta de la mayoría de
ellas. Cada cofradía tiene su misterio eterno, absoluto, ligado a la luz, a la
vida, al aire y al sentimiento de su barrio, de su calle, de su cielo. Y hay,
por ello, tantas sensaciones absolutas y distintas, como calles y corazones
tiene Sevilla.
La Hermandad de San Julián, por
ejemplo, a las dos de la tarde del Domingo de Ramos, abriendo, la primera, esta
larga teoría de misterios, con el ansia vehemente de la muchedumbre castiza
estacionada en la barreduela, con aquel aire verde que viene del huerto de los
Capuchinos, y las venas de plata que entran, gozosas, por los callejones del
Duque de Cornejo, Moravia, etcétera, impresiona muy distintamente de como puede
hacerlo la Expiración en el Museo, el Cachorro en el Puente, o la Cena por la
calle de la Feria. Y esta impresión es el sentimiento externo, liviano, que
percibimos los extraños a la Hermandad.
Porque el cofrade de San Julián,
ya que hemos escogido este ejemplo, tiene una valoración subjetiva, infinita y
misteriosa, ajena para todo el que no sea de su Hermandad, de su Cristo, de sus
Virgen, su procesión y su cofradía. No dice que es la mejor ni la más bella
(esto lo dicen los tontos). Dice que es su Virgen y su Cristo. Es él, su
barrio, su casa, su mujer, su hijo, su placer y su dolor. Es su vida y su
muerte. Su Dios.
Publicado en Sevilla en los labios. 1938