jueves, 6 de agosto de 2020

Formación

La misericordia de Dios es el Amor sin límites

Decía San Agustín que la medida del amor de Dios es “el amor sin medida”. Pero, siendo esto el primer precepto que diferencia a nuestra religión de otras, siendo esto el paradigma de la fe cristiana, cuantas veces es olvidado por nosotros. “Deus Charitas est”, Dios es Amor. Nada más ni nada menos. El misterio de la salvación de Jesús pone en valor su propio mensaje: que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Y se hace tangible en el sacramento de la reconciliación, de la penitencia.

Dicho esto, no se hace compatible seguir la doctrina del nazareno, es decir,  predicar el evangelio, transmitir la fe, olvidando lo sustancial de la misma: Entender, perdonar, amar. Beneficiarnos del perdón infinito de Dios, y no hacer lo mismo con el prójimo. E incluso -cuántas veces- siendo el dedo acusador de los otros, de quienes nos rodean. En sicología se le llama empatía a la capacidad de sentir lo que otro siente si nos encontráramos en la misma situación vivida por esa otra persona. Bastaría ello, para no ser la mano que se alza contra el supuesto o hipotético pecado ajeno. “Critica o califica la conducta, nunca a quien la lleva a cabo”, que decía el clásico.

Pero, nuestra fe va mucho más allá… Es incompatible con la acusación. Debemos perdonar al prójimo “setenta veces siete” (Mt 18, 21-35), y “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” (Juan 8,1-11), pero estas frases que son tesoro diferenciador de nuestra creencia y del Dios en que creemos, son frecuentemente las más olvidadas por los que se consideran, así mismo, creyentes en su Palabra, seguidores de Jesús de Nazaret.

¿De qué lado estás? Siempre hay un momento de reflexionar, de pararnos a pensar… ¿Del que acusa o del que perdona? ¿Del que señala o del que invita? ¿Del que condena o del que acoge? ¿Del que cierra tu puerta o del que la abre? ¿Del que rechaza o del que recibe?

Muchas conductas son reprobables, pero ¿cuantas de ellas se verían distintas si miráramos primero a nuestro propio interior, si examináramos primero nuestro propio ego, si la pasáramos por el filtro de nuestra propia conducta y nuestra conciencia? Por ello, no se puede estar más lejos de Dios, de nuestro Dios, que cuando levantamos la mano inquisidora contra el propio hermano. No hay mayor contradicción en nuestra fe, que llamarnos seguidores de aquel que predicaba la misericordia sin límites, y estar condenando al destierro al prójimo, desconociendo la causa que le mueve, o peor aún conociéndola incluso, muchas veces, de primera mano.

No acuses, no ofendas, no dañes, no hieras, no insultes, no difames, no injuries, no desprecies… Hermano, que sólo con tu intento, harás el mundo más limpio, harás el mundo más cristiano.

Carlos Castro Arroyo

 Mayordomo Segundo



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