El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quita del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien tanto quería Jesús, y les dijo: -Se han llevado del sepulcro al señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las venda en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos
¡CRISTO
HA RESUCITADO, ALELUYA!
12,
IV, 2020
Este es, el
mensaje de la Pascua cristiana, la Buena Noticia que la Iglesia viene proclamando
desde hace veinte siglos; desde aquella mañana del primer día de la semana en que
Pedro y Juan encuentran vacío el sepulcro de Jesús; desde aquella madrugada en
que las piadosas mujeres que van a embalsamar su cadáver, reciben del ángel
este mensaje alentador: "No está aquí. Ha resucitado”.
Esta es la gran
noticia que la Iglesia tiene el deber de anunciar al mundo en esta mañana de
Pascua. Esta es la magnífica noticia que cambia el curso de la historia porque
significa que la vida ha triunfado sobre la muerte, la justicia sobre la iniquidad,
el amor sobre el odio, el bien sobre el mal, la alegría sobre el abatimiento,
la felicidad sobre el dolor, y la bienaventuranza sobre la maldición, y todo ello
porque Cristo ha resucitado.
La resurrección
del Señor es la obra maestra de la Trinidad Santa, “la verdad culminante de
nuestra fe en Cristo, -como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica- creída y vivida por la
primera comunidad cristiana como verdad central, predicada por los Apóstoles como
parte esencial del Misterio Pascual, transmitida como fundamental por la Tradición y
abiertamente afirmada en los documentos del Nuevo Testamento”. Sin la resurrección,
Jesús sería el mayor impostor de la historia de la humanidad y el cristianismo
el más burdo fraude cometido jamás. La resurrección es el sello de garantía de
la persona, la obra y la doctrina de Jesús. Para nosotros es un manantial inagotable
de seguridad y confianza. Gracias a la resurrección del Señor sabemos que
nuestra fe no es una quimera y que el objeto de nuestro amor no es un fantasma,
sino una persona viva, que está sentada a la derecha de Dios.
La consecuencia
más importante de la resurrección del Señor es nuestra futura resurrección. Si
Jesús ha resucitado, también nosotros resucitaremos. El Catecismo nos dice que
después de su muerte, el Señor bajó al seno de Abrahán para liberar a los justos
anteriores a Él y abrirles las puertas del cielo. Ojalá que en esta Pascua, al
mismo tiempo que sentimos muy a lo vivo la alegría inmensa que brota de la
resurrección del Señor, experimentemos también intensamente la emoción que nace
espontánea de la aceptación de esta verdad original del cristianismo: somos
ciudadanos del cielo, al que estamos llamados y cuyas puertas nos ha abierto el
Señor en su resurrección de entre los muertos.
La liturgia de
estos días nos invita a sacar las consecuencias que la resurrección del Señor
entraña para nuestra vida cristiana: Ya que habéis resucitado con Cristo, -
nos dice san
Pablo- buscad
los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios.
Aspirad a los bienes
de arriba, no a los de la tierra.
La esperanza en
la resurrección debe ser fuente de consuelo, de paz y fortaleza ante las
dificultades, ante el sufrimiento físico o moral, cuando surgen las
contrariedades, los problemas familiares, profesionales o económicos, cuando a
nosotros o a nuestros seres queridos nos visita el dolor o la enfermedad. La
esperanza en la resurrección es además fuente de sentido en nuestro devenir. Un
cristiano no puede vivir como aquel que ni cree ni espera, o en el mejor de los
casos cree que después de la muerte sólo existe la nada. Porque Cristo ha resucitado,
nosotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos
con Cristo y con los Santos.
Esta
perspectiva que es fruto de la Pascua, debe marcar, determinar y configurar nuestro
presente, nuestra forma de pensar y nuestro modo de vivir, sabiendo que somos peregrinos,
que no tenemos aquí una ciudad estable y permanente, pues nuestra verdadera patria
es el cielo. La perspectiva de la resurrección define e ilumina nuestra vida,
la nutre y llena de esperanza y alegría. De todo ello se privan quienes no
creen en la resurrección y en la vida eterna, artículo capital de nuestra fe.
Aspiremos a los
bienes de arriba y no a los de la tierra, vivamos ya desde ahora el estilo de
vida del cielo, el estilo de vida de los resucitados, es decir, una vida de
piedad sincera, alimentada en la oración, en la escucha de la Palabra, en la
recepción de los sacramentos, singularmente la penitencia y la eucaristía, y en
la vivencia gozosa de la presencia de Dios; una vida alejada del pecado, de la
impureza, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera,
sobria, fraterna, edificada sobre la justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu
de servicio y la generosidad; una vida, en fin, asentada en la alegría y en el
gozo de sabernos en las manos de nuestro Padre Dios y, por ello, libres ya del
temor a la muerte.
Este es mi
deseo para todos los diocesanos en esta Pascua. Un abrazo fraterno y mi bendición.
+
Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo
de Sevilla
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