Nueve meses después del ocho de diciembre
En
pocos días, la Iglesia celebrará la Natividad de la Virgen María, su nacimiento.
Será el ocho de septiembre, nueve meses después de que celebremos su Inmaculada
Concepción. Lógicamente, la fecha no es casual, y ambas festividades guardan
relación directa, separándose por el periodo de tiempo que tradicionalmente se
ha atribuido al embarazo de la mujer.
Conviene
recordarlo, porque esta costumbre tan arraigada e institucionalizada en nuestro
calendario litúrgico, pasa muy comúnmente inadvertida a gran parte de los
fieles.
En primer lugar, porque la propia celebración
de la Purísima ya crea muchos errores y malas interpretaciones en buena parte
de los cristianos, incluso practicantes. Es usual y muy extendida la idea de
relacionar este dogma con la gestación de Jesús, hijo de Dios, por obra del
Espíritu Santo, sin intervención de varón, en el vientre de la Virgen. Sin
embargo, lo que los católicos celebramos ese día es la concepción de María sin
pecado original, sin el pecado heredado del primer hombre y de la primera
mujer, Adán y Eva. Es decir, Ella fue concebida por sus padres Joaquín y Ana,
de forma natural, pero el Señor, Dios Padre Todopoderoso le concede el
privilegio de ser el único ser completamente humano que ha poblado y poblará la
Tierra sin esa mancha transmitida de generación en generación. No en vano,
mácula (del latín) significa mancha, y por consiguiente Inmaculada, es “sin mancha". Cierto que la Virgen,
mantendría esa virtud durante toda la vida y murió sin pecado de ninguna
naturaleza, ni original ni personales; pero lo que celebremos ese entrañable
día de Adviento es su propia concepción sin pecado original. Era preciso, qué
el Mesías se gestara en las entrañas más puras y limpias que jamás hayan podido
existir. La proclamación dé este dogma de fé tiene lugar en 1854 por el Papa
Pio IX.
Y en segundo lugar, porque en ocasiones se nos
olvida la secuencia lógica, la relación que guarda esta fecha que ahora vamos a
recordar, del nacimiento de María, con la el día feliz de su concepción, nueve
meses antes.
Nos
disponemos, pues a conmemorar el nacimiento de la persona más admirable que ha
existido, después de Jesucristo nuestro Salvador. María de Nazaret nace en una
familia humilde, hija de San Joaquín y Santa Ana, y se convierte en la esclava
del Señor: “ Hágase en mi, según tu palabra” (Lucas 1.26) y en el Primer
Sagrario, pues albergará dentro de sí el cuerpo de Jesús, Dios y hombre
verdadero, y en nuestra Madre, pues así lo proclama el Señor desde la cruz: “Mujer he ahí a tu hijo, hijo he ahí a tu
madre" (Juan 19. 26-27). Ella, pues no le abandonará nunca. Le seguiré
hasta el mismo pie de la cruz y lo tomará en su regazo ya muerto, cuando lo descendieron del madero. Por
eso, Ella tampoco morirá, sino que será asunta al cielo. Y será “felicitada por
todas las generaciones” (Lucas 1.48).
Celebremos, pues, su Natividad y tomemos a María,
siempre como espejo de la gracia y como
recipiente inagotable de virtudes, para
seguir su ejemplo y tratar de parecernos a Ella, siguiendo a Jesús por encima
de todas las cosas y en cada momento de nuestras vidas.
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