El Arzobispo de Sevilla
EL SEÑOR HA RESUCITADO,
ALELUYA 27, III, 2016
Queridos
hermanos y hermanas:
“Este es el día en que actuó el Señor; sea
nuestra alegría y nuestro gozo” (Sal 117). No es para menos, pues el Señor
ha resucitado. Rompiendo las ataduras de la muerte ha ascendido victorioso del
abismo. Celebramos, hermanos y hermanas, el misterio central de nuestra fe. La
resurrección del Señor, en efecto, es el foco que ilumina y da sentido a toda
la vida del Señor. Sin ella, todo se reduce a la nada. Sin la resurrección, ni
la encarnación sería la encarnación del Hijo de Dios, ni su muerte nos hubiera
redimido, ni sus prodigios serían milagros. Sin la resurrección, Jesús quedaría
reducido a un genio del espíritu, o quizá simplemente a un gran aventurero
lleno de buenas intenciones, o tal vez a un loco iluminado.
¿Y nosotros? ¿Qué sería de nosotros los
cristianos? ¿Para qué serviría nuestra Iglesia? ¿Para qué serviría la oración,
nuestros cultos, nuestras tradiciones y las hermosísimas estaciones de
penitencia que con tanto esplendor acabamos de celebrar? ¿Para qué serviría el
esfuerzo moral, el sacrificio y el remar contra corriente si Jesús hubiera sido
devorado definitivamente por la muerte? No exagera San Pablo cuando afirma
que "si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe... somos los más desgraciados
de los hombres" (1 Cor 15,14-20), porque creeríamos en vano,
esperaríamos en vano, nos alimentaríamos de sueños, daríamos culto al vacío,
nuestra alegría sería grotesca y nuestra esperanza la más amarga estafa
cometida jamás.
En la madrugada de Pascua hemos escuchado
las palabras del ángel y su anuncio gozoso y exultante: "No temáis. Ya
sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado" (Mt
28,5-6). Esta es la gran noticia que la Iglesia anuncia hoy al mundo en una
explosión de alegría incontenible: "Jesús ha resucitado, ¡Aleluya! No
busquéis entre los muertos al que vive". Esta es la gran noticia, la
magnífica noticia que la Iglesia a lo largo de veinte siglos no ha dejado de
anunciar.
Gracias a las mujeres, que ven vacío el sepulcro
del Señor, y a los numerosos testigos que contemplan al Señor resucitado,
nosotros sabemos que la resurrección de Jesús no es un hecho legendario o
simbólico, sino real. No es la mera pervivencia del recuerdo y del mensaje del
Maestro en la mente y en el corazón de sus discípulos. Por la misma razón, el
cristianismo no es sólo una doctrina, una fórmula de felicidad o un código de
normas de conducta, sino un camino y una verdad que es vida, porque su centro
es una persona viva, que ha resucitado y está sentado a la derecha del Padre,
siempre vivo para interceder por nosotros, que vive y nos da la vida.
En las Iglesias de Oriente son numerosos
los iconos, que en tres secuencias bellísimas, ricas en contenido teológico,
describen lo que la resurrección del Señor significa para la humanidad. La
primera representa el enterramiento de Cristo; la segunda, su salida triunfante
del sepulcro; y en la tercera aparece Cristo resucitado inclinado sobre un
anciano postrado en actitud de levantarlo. No es difícil interpretar este
motivo, poco frecuente en la pintura occidental, pero muchas veces repetido en
Oriente: el anciano es Adán, el hombre viejo del pecado al que con tanta
profusión alude San Pablo en sus cartas. En realidad es la humanidad entera
debilitada por el pecado del paraíso, sobre la que Cristo resucitado se inclina
para devolverle la vida.
La escena es una hermosa recreación
plástica de lo que representa para la humanidad la resurrección del Señor.
Recuerda la descripción de la creación del hombre en el Génesis: Dios crea a
Adán inclinándose sobre su figura de barro para insuflarle el espíritu. Fue el
primer comienzo, la primera de las obras de Dios. Cristo resucitado, por su
parte, se inclina sobre el viejo Adán para recrearlo, comunicándole su gracia
salvadora, que brinda también a toda su descendencia. Es el nuevo comienzo, tan
importante como el primero.
Queridos hermanos y hermanas: Sumergíos en
la Pascua. Uníos al Aleluya exultante de la Iglesia. Reavivad vuestra
esperanza. La resurrección del Señor es el fundamento, el manantial y la
certeza de nuestra futura resurrección. Por ello, debe ser fuente de alegría
desbordante, pues gracias a ella el Resucitado nos abre las puertas del cielo,
donde, como nos dice San Agustín, "veremos y gozaremos, gozaremos y
amaremos. Este será el fin sin fin".
Esta certeza debe vivificar nuestra lucha
de cada día, nuestro trabajo, la vida familiar y nuestro empeño por construir
una sociedad más justa y fraterna. Esta certeza se convierte en seguridad y
fuente de sentido ante la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. Esta certeza,
por fin, es acicate en la vida moral y en el esfuerzo por ser mejores, con el
estilo de quien ha resucitado con Cristo y aspira a vivir una vida nueva (Col
6,1-2).
Feliz
domingo de Resurrección, hermanos. Felices Pascuas para todos los cristianos de
Sevilla.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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