Siempre con los marginados
Cuentan los textos sagrados que uno de los días, en que Jesús predicaba a orillas del Mar de Galilea, se le acercó un escriba para prometerle que le seguiría adonde Él fuese, a lo cual respondió: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza.” (Mt 8, 18-22, Lc 9, 57-62)
Desde el mismo momento en que el Señor comienza
su vida pública, abandona su hogar y nace la vocación itinerante de lo que
luego sería
El Papa Juan Pablo II, el peregrino de la paz,
decía al respecto, que la misión de
Pues bien, esta característica intrínseca en la vocación de los primeros cristianos tiene una doble dimensión. No sólo la de recorrer al mundo para llevar el Evangelio a cada confín, sino la de abrirse al marginado, al que se queda al margen del sendero, el olvidado. Aquellos que constituyen el negativo fotográfico de la imagen de la sociedad. El Hijo de Dios vino al mundo para llamar a los pecadores, no a los justos, (Lc 5:32), ello le causó las insinuaciones de los fariseos y maestros de la ley, de la parte más hipócrita de la sociedad de su tiempo. Por ello, no cabe duda de que la fe en Él y en su Palabra nos hace dar un cambio radical a la forma de entender nuestro mundo, lejos de la comodidad, de los prejuicios, y de la mirada altiva o falsa hacia el hermano.
Es cierto, que
Nuestra conducta sólo puede enfocarse de una manera, la de los brazos abiertos. La respuesta nítida al marginado y sus necesidades, la ayuda al sin techo, la acogida al refugiado, la asistencia al preso, la compañía al enfermo, al dependiente. No cabe otra vía. Cierto que es difícil, que a veces es muy complicado. Cierto que hace falta valor, pero no hay otra forma de entender nuestra religión, ni de que ésta tenga el sentido de sus palabras y de su vida.
Cuántas veces hemos mirado de soslayo al indigente, al que vive en la calle, al que no tiene donde dormir… Cuántas veces se nos olvida que podría ser nuestro propio hermano, que lo es, o nosotros mismos. Y cuánta culpabilidad sentimos al hacerlos sentir invisibles…
Hace falta valor, para estar con el débil y no con el poderoso, y esto es aplicable a nuestras propias miserias, a nuestros entornos más domésticos. Cuántas veces presenciamos como se paga con el más frágil, las deudas que se tienen con el más fuerte… Cuántas veces se callan cosas, que se le echan en cara, precisamente al más indefenso a aquel que más merece nuestra comprensión, protección y ayuda…
Nuestro Dios, que también fue un refugiado, era
aquel al que veían con leprosos,
vagabundos y pecadores. Nunca nos olvidemos. Sólo con esa mirada limpia, sólo
con los brazos abiertos, podremos seguirle, como aquel escriba adónde Él
quiera….
Carlos Castro Arroyo
Mayordomo segundo
o
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