Unas pisadas, el ruido de unas ruedas sobre el empedrado
rompen el silencio de la mañana. El bochorno dura ya más de la cuenta, apenas
una corriente de aire caliente y los primeros rayos de sol reflejan el tedio del
ambiente. Las pisadas se cruzan, unas
camino del mercado, otras buscando descubrir las historias que guardan las
estrechas calles del barrio. Cuánto sabor a pueblo, cuántas mañanas de niños
presurosos camino del colegio, cuántos atardeceres lentos. La primera luz azul se cuela por las apretadas paredes
encaladas y se refleja sobre los viejos muros que languidecen en la rutina
cotidiana.
El caminante enlentece sus pasos, se recrea en la angostura y
en la luz, apenas unas flores marchitas por el calor en los balcones, algún luminoso
trastoca el embrujo del paseo. Cuando sale a la plaza la encuentra vacía y
sola, aguarda serena el despertar de la mañana. Apremia la luz, oprime el calor,
el caminante la rodea con su mirada y se siente más de ella que nunca. La
memoria la recuerda vivaracha, la mirada la contempla taciturna.
Suenan
campanas, unas persianas se levantan proclamando un soplo de vida. Se abre un
portón y dos monjas rasgan la soledad con lentitud. Son las hijas de la caridad
depositarias de las miserias y las alegrías de los vecinos, su rastro se pierde
por la muralla, en ella se refleja la primera luz azul de San Julián.
El barrio de San Julián, el espíritu de su memoria se recrea
en la luz de su amanecer. Se agolpan los recuerdos y se imaginan las historias,
así que pasen los tiempos, la esencia del barrio permanece inagotable.
El carácter de su luz
lo elevan a lo divino, es el cielo azul que lo ilumina, el más noble de los fenómenos naturales, la
aproximación más cercana a la pureza, el color que le otorga plenitud a la
cofradía. Somos de la Hiniesta, tenemos
el alma azul como azul es la luz de amanecida en levedad del frío y en la
canícula de agosto, somos los nazarenos
de la luz de San Julián.
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