Cuando nos acercamos ya a vivir otra Semana Santa, aunque
diferente, me atrevo a compartir esta reflexión fruto de mi experiencia docente
durante muchos años con jóvenes y adolescentes.
Siempre al llegar estas fechas, dedicábamos algunos
momentos a profundizar en el sentido de los misterios que vamos a celebrar y
nos servíamos de nuestras cofradías, de su arte, de sus misterios, de su
simbolismo, de su historia…para entender los acontecimientos más importantes de
la Pasión y Muerte de Cristo.
Me gustaba también compartir los sentimientos que movían
a muchos de ellos a ser hermanos de una hermandad, encontrando siempre un
nutrido grupo de la nuestra.
Se les iluminaba el rostro al recordar a sus mayores, a
los que le llevaron por primera vez al templo; vibraban con la emoción que les
producía la estampa de su cristo o de su virgen con tal o cual marcha; vivían
ilusionados las tardes que pasaban colaborando con la priostía, con sus ensayos
de acólitos, consiguiendo las mejores fotos de los besamanos; contaban con
ansias los días que faltaban para vestir sus túnicas y acompañar a sus
titulares y solo les entristecía el pensar, que la lluvia pudiera frustrar una
nueva Semana Santa.
Nuestros chicos y chicas estaban preparados para anunciar,
como solo Sevilla sabe hacer que, tras el sufrimiento, la burla y el escarnio,
Cristo muere en la cruz y no hay posible consuelo para el dolor de su Madre.
Pero… nos sorprendería comprobar cuántos de estos chicas
y chicas apenas una semana después, reconocían abiertamente no creer en la resurrección
de Jesús y menos aún en la existencia de esa otra vida feliz y para siempre que
Cristo nos promete.
Y yo me preguntaba ¿qué fe estamos trasmitiendo? ¿podemos
conformarnos con alimentar una creencia en hechos históricos, en una Madre y un
Hijo que más allá de enseñarnos el camino del bien, obran milagros y
constituyen para nosotros el refugio de nuestros males?
Podríamos discutir mucho sobre el tema, pero en San Pablo
tenemos la respuesta más contundente: “Si Jesucristo no hubiese resucitado,
vana sería nuestra fe”.
Desde aquí quiero animar a cuantos tenemos en nuestras
manos la misión de evangelizar y de acompañar a nuestros jóvenes - y las
hermandades son sin duda un lugar privilegiado para ello - a que no perdamos la
oportunidad de que cada encuentro, cada visita al templo, sirva para contagiar
la certeza y la alegría de Cristo resucitado.
Llegará un nuevo Domingo de Ramos, nuestros priostes quizás
nos vuelvan a sorprender otra vez con una estampa que aflorará nuestros más
íntimos sentimientos, y volveremos a estar listos para anunciar la Buena Muerte
de Cristo. Pero, sobre todo, hagamos de San Julián el lugar elegido para que
como hizo María Magdalena PROCLAMEMOS SU RESURRECCIÓN.
Loli González Ruíz
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