Domingo II de Navidad
“La palabra de hizo carne y acampó entre nosotros”
San Juan 1, 1-18
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a
Dios, y la Palabra era Dios. La
Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo
todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había
vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la
tiniebla no la recibió. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba
Juan: éste venía como testigo,
para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él
la luz, sino testigo de la luz.]La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a
todo hombre. Al mundo vino y en
el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la
recibieron. Pero a cuantos la
recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal, ni de amor humano, sino
de Dios. Y la palabra se hizo carne, y
acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria:
gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
[Juan da testimonio de él y grita diciendo: Este es de quien dije:
«el que viene detrás de mí, pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos
recibido, gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la
verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del
Padre, es quien lo ha dado a conocer.]
Reflexión: El Padre y Jesús, una misma
cosa
La liturgia de
hoy nos hacer escuchar el Prólogo del evangelio de san Juan. Es una
manifestación más de la sabia pedagogía de la Iglesia, que siente la necesidad
de dedicar los domingos que siguen a Navidad y a Pascua a profundizar en el
misterio celebrado; consciente de que es tan gran grande que no se puede
comprender de una sola vez. Al proclamar hoy el Prólogo de san Juan deberíamos
tener muy en cuenta lo que de él decía san Agustín: «Debería estar escrito en
letras de oro en todas las iglesias y colocado en el lugar más eminente».
San Juan se
remonta en este Prólogo al origen último de la Persona de Jesucristo. El
verdadero y último principio de Jesús está «en el Padre» y antes de que
existiese el tiempo: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo era junto al
Padre y el Verbo era Dios».
En Jesucristo,
Dios y el hombre se han unido personalmente, hasta constituir una sola Persona,
que es la Persona divina de Cristo. Esta es la roca sobre la que descansa
nuestra salvación, lo que da un valor universal e irrompible a la redención que
ha obrado Jesucristo. Desde el momento de esta unión (que los teólogos llaman
hipostática) ya no puede interrumpirse el diálogo entre Dios y el hombre,
porque ese diálogo tiene lugar en la misma Persona de Cristo; y así como nadie puede separar en Cristo el Verbo
de la carne, igualmente, nadie podrá separar a Dios del hombre.
Por José Antonio Abad
En: www.liturgia.blogia.com/
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