sábado, 1 de noviembre de 2014

Solemnidad de Todos los Santos y Conmemoración de los Fieles Difuntos


Retablo de Ánimas de la parroquia de San Pedro de Sevilla.
En la parte superior, Cristo rodeado de los santos.
Abajo, las ánimas del purgatorio esperan ser presentadas ante Dios

Su íntima cercanía en el calendario, el hecho de que el 1 de noviembre sea festivo laboral e incluso una religiosidad popular no siempre bien encauzada, ha unido y hasta cierto punto confundido, el culto a los santos con el recuerdo a los difuntos. Sin embargo se trata de dos celebraciones distintas cada una de ellas con sustantividad propia.

La fiesta de Todos los Santos es una oportunidad para agradecer a Dios todos los beneficios que ha derramado en personas que han vivido en este mundo y que por su vida intachable creemos que gozan ahora de vida eterna junto a Dios. Es una forma de unirnos a la victoria de la Iglesia triunfante; es pues una jornada de alegría.

La Iglesia primitiva acostumbraba celebrar el aniversario de la muerte de los mártires. Con el tiempo también se dedicaron días a otros santos no mártires, en especial desde que se hizo obligatorio el proceso formal de canonización. Pero a la vez subyace la certeza de que junto a esos “santos oficiales” existe una muchedumbre inmensa de hombres y mujeres que pasaron por el mundo haciendo el bien tras las huellas de Cristo y que por eso también merecen ser considerados “santos”. Establecida esta fiesta en Roma; a mediados del siglo IX, Gregorio IV la extendió a toda la Iglesia.

Además de recordar a tantos santos anónimos, con esta fiesta la Iglesia pretende alentarnos en nuestra vida cristiana con el ejemplo de esos hombres y mujeres, con nuestras mismas debilidades y fortalezas, que animados por la gracia de Dios emplearon los medios de la vida terrena para hacerse constructores del Reino y acreedores de la vida eterna a la que también nosotros debemos aspirar.

La conmemoración de los difuntos envuelve de nostalgia el recuerdo de nuestros familiares y hermanos que ya no están entre nosotros. Somos conscientes de que nuestra condición de pecadores requiere de un tiempo de purificación antes de alcanzar la gloria eterna pero también de que la infinita misericordia de Dios Padre nos abrirá las puertas del cielo.

Parece ser que en tiempos de San Isidoro de Sevilla (s. VII) ya se celebraba una fiesta en recuerdo de los difuntos en torno a Pentecostés; pero fue el abad de Cluny en los últimos años del primer milenio quien dispuso que en sus monasterios cada 2 de noviembre se recordara a las almas del purgatorio para librarlas de las penas y alcanzarles la indulgencia. La influencia monástica extendió esta celebración por Europa hasta que en el siglo XIV se introdujo en el calendario universal.

Nuestra fe no nos exige que dejemos de llorar a tantas personas buenas con las que hemos vivido y a las que hemos amado; pero sí nos impulsa a superar esa tristeza ante la promesa de una vida feliz y dichosa por encima de los límites del tiempo y del espacio. Por eso la realidad de la muerte tenemos que entenderla en clave pascual; Lo que el Padre quiso para su Hijo Jesucristo lo quiere también para nosotros. Así, si Él ha resucitado nosotros resucitaremos también. Pero como advierte San Pablo cada uno en su orden: “primero Él como primicia; luego, cuando Él vuelva, todos los demás” (I Cor 15, 24).
José Antonio González Ruiz
Diputado de Cultos

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