Retablo de Ánimas de la
parroquia de San Pedro de Sevilla.
En la parte superior, Cristo
rodeado de los santos.
Abajo, las ánimas del
purgatorio esperan ser presentadas ante Dios
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Su íntima cercanía en el calendario,
el hecho de que el 1 de noviembre sea festivo laboral e incluso una
religiosidad popular no siempre bien encauzada, ha unido y hasta cierto punto
confundido, el culto a los santos con el recuerdo a los difuntos. Sin embargo
se trata de dos celebraciones distintas cada una de ellas con sustantividad
propia.
La fiesta
de Todos los Santos es una oportunidad para agradecer a Dios todos los
beneficios que ha derramado en personas que han vivido en este mundo y que por
su vida intachable creemos que gozan ahora de vida eterna junto a Dios. Es una
forma de unirnos a la victoria de la Iglesia triunfante; es pues una jornada de
alegría.
La
Iglesia primitiva acostumbraba celebrar el aniversario de la muerte de los
mártires. Con el tiempo también se dedicaron días a otros santos no mártires,
en especial desde que se hizo obligatorio el proceso formal de canonización.
Pero a la vez subyace la certeza de que junto a esos “santos oficiales” existe
una muchedumbre inmensa de hombres y mujeres que pasaron por el mundo haciendo
el bien tras las huellas de Cristo y que por eso también merecen ser
considerados “santos”. Establecida esta fiesta en Roma; a mediados del siglo
IX, Gregorio IV la extendió a toda la Iglesia.
Además de
recordar a tantos santos anónimos, con esta fiesta la Iglesia pretende
alentarnos en nuestra vida cristiana con el ejemplo de esos hombres y mujeres,
con nuestras mismas debilidades y fortalezas, que animados por la gracia de
Dios emplearon los medios de la vida terrena para hacerse constructores del
Reino y acreedores de la vida eterna a la que también nosotros debemos aspirar.
La conmemoración de los difuntos
envuelve de nostalgia el recuerdo de nuestros familiares y hermanos que ya no
están entre nosotros. Somos conscientes de que nuestra condición de pecadores
requiere de un tiempo de purificación antes de alcanzar la gloria eterna pero
también de que la infinita misericordia de Dios Padre nos abrirá las puertas
del cielo.
Parece ser que en tiempos de San
Isidoro de Sevilla (s. VII) ya se celebraba una fiesta en recuerdo de los
difuntos en torno a Pentecostés; pero fue el abad de Cluny en los últimos años
del primer milenio quien dispuso que en sus monasterios cada 2 de noviembre se
recordara a las almas del purgatorio para librarlas de las penas y alcanzarles
la indulgencia. La influencia monástica extendió esta celebración por Europa
hasta que en el siglo XIV se introdujo en el calendario universal.
Nuestra fe no nos exige que dejemos
de llorar a tantas personas buenas con las que hemos vivido y a las que hemos
amado; pero sí nos impulsa a superar esa tristeza ante la promesa de una vida
feliz y dichosa por encima de los límites del tiempo y del espacio. Por eso la
realidad de la muerte tenemos que entenderla en clave pascual; Lo que el Padre
quiso para su Hijo Jesucristo lo quiere también para nosotros. Así, si Él ha
resucitado nosotros resucitaremos también. Pero como advierte San Pablo cada uno
en su orden: “primero Él como primicia; luego, cuando Él vuelva, todos los
demás” (I Cor 15, 24).
José Antonio González Ruiz
Diputado de Cultos
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