Es una noche fría de enero. En el interior de San Julián suele hacer menos temperatura, incluso que afuera. Un grupo de personas contemplan el momento, el Maestro está más desvalido que nunca, más indefenso, oscilando su cuerpo desnudo entre las manos de hermanos que lo van acercando con la mayor delicadeza posible a los cabos de una singular nave. No llega viento al interior de la Parroquia, pero los allí presentes sentimos una brisa marina de poniente, cuando se iza sobre el corazón de los reunidos al Cristo de la Buena Muerte. Suena la carrucha e impulsan con esfuerzo los tripulantes el cáñamo que se desliza por las pérgolas. Dos timoneles señalizan la derrota y orientan a viva voz, según sea necesario, para que vaya al unísono la fuerza entre la nave del Evangelio y la nave de la Epístola, o mejor dicho –para nosotros- entre Moravia y la Plaza…
Es muy corta la singladura, pero siempre deja el mismo impacto en el espíritu, el mismo escalofrío. El Señor ya está casi arriba, será ahora como un temblor blanco de cerezo, inerme… entregado por completo, a nosotros, a nuestros errores, a nuestras faltas, a nuestras posibles imprudencias, a nuestros probables desatinos, a nuestros olvidos y nostalgias. Llega la proa y la agarran unos guantes que la esperan en el camarín de nuestra Chiquita. Ella sonríe allí abajo, donde permanecerá estos días. Aguarda ya la Dolorosa junto al Sagrario. Ya no vestirá de celeste, se cubre de solemnidad para los cultos de su Hijo… Otras manos sostienen la popa y la fijan a firme en el altar de quinario. Se echa ancla. El Señor está a sotavento. Un suspiro brota del alma al contemplarlo a puerto, al resguardo de su gente, y se nos comienza a olvidar la fragilidad que acabamos de percibir. Porque Él lo da todo, porque también nos necesita. Y nos preguntamos si estamos con Él, si acudimos a sus llamadas. Si nunca le hemos abandonado…
Pero, el promotor sacramental, nos saca de nuestros pensamientos para rezar por los que ya no están y queremos infinito por infinito, a los que echamos de menos cada día, a los que esperamos al final de nuestro crucero… Por los que están mal, por los que nos necesitan, por los que naufragan, por los que requieren de nuestro abrazo en el momento… Y, de todos los nombres que se agitan por las rendijas de nuestra mente, nunca falta el de algún amigo del alma que nos gustaría tener a nuestro lado, y no puede, y lo llevamos dentro de nosotros, y prometemos no dejarle nunca solo. Y oramos con los ojos clavados en nuestro Cristo dormido.
Ya está el Santísimo Cristo de la Buena Muerte en el altar mayor de San Julián. Es el instante en el que todo comienza.
Todos los años sentimos una profunda emoción cuando abandonamos la iglesia ese día, porque sabemos que entramos en la última fase de nuestra cuenta atrás… Ya vemos en el horizonte cercano el día de la gloria, que es el Domingo de Ramos, y entre el calendario de actos, cultos, ensayos, reparto; los cofrades vivimos las vísperas diríase que con el pálpito del éxtasis contenido.
Este año no
será así. No podemos caer en el desaliento. Los cristianos somos, debemos ser,
portadores de esperanza. No se nos permite caer en el desánimo, en el vacío, o
en la tristeza más negra, por mal que nos venga el temporal. Menos aún porque
nos cambien el paso de nuestra forma de vida. De nuestra primavera. Pero, esta
vez sentiremos esa contradicción latiendo como un péndulo, como un puñal, y lo
querremos convertir en paradoja, pondremos lo mejor de nosotros. Tampoco sería
sincero decir que no nos invadirá –sin quererlo- una profunda melancolía.
Para entonces, ya hará semanas que habrá doblado la esquina el año. Habremos despedido con dolor lo que para muchos será el año más triste de nuestra vida, y habremos recordado que la magia de los Reyes Magos, proviene de Dios, y nunca pasará por más que pase el tiempo y el niño se haga adulto. Porque viene de aquel Señor del que celebramos su Epifanía, de su Gran Poder. Del niño Dios que ha nacido y tiene María Santísima de la Hiniesta Gloriosa en sus brazos.
Habremos echado de menos el cartero real por las calles del barrio, donde más nos necesitan, llenando de alegría a niños y mayores. Como nuestra Diputación de Juventud nos enseñó estos años que se van. Esos tiempos en que no conocíamos la palabra coronavirus, ni sabíamos de mascarillas, ni imaginábamos lo porvenir. Habremos extrañado no ver la Casa de Hermandad llena de nuestros pequeños con la ilusión azul y plata repicando a la llegada de sus Majestades desde San Cayetano.
Pero Melchor,
Gaspar y Baltasar quisieron salir a buscar a cada niño a su propio hogar, el
sueño era difícil y no se veía. Sin embargo, el poder de los Magos hace posible
lo imposible, y la voluntad y el amor lo es todo, y no faltaron regalos y no
estuvieron ausentes los mensajes de ilusión detrás de una cámara, de un móvil,
de un ordenador o de un portátil. Ellos llegaron por las redes a cada niño,
porque así parece que tuvo que ser…
Ellos quisieron visitar, como fuera, cada rincón de cada casa… Ahuyentando
el vacío del desconsuelo -que estuviera a veces por dentro-. Porque su magia
viene directamente del Santísimo Cristo de la Buena Muerte.
En el comienzo
de otra nueva vuelta al sol, vivimos unos días de desierto frío, y necesitamos
abrigo. Desde que Jesús se bautizó el domingo que pone fin a la Navidad hasta
la gélida noche en que sube a presidir el retablo que corona la nave central de
nuestro templo, nos alentamos soñando con igualás, con viernes de casas de
hermandad, con vísperas, con la cuaresma cercana. Y a partir de esa noche,
imaginando el lunes del primer día de quinario, cuando con la cera
completamente encendida en vertical desde el presbiterio, veamos caras que
hacía mucho tiempo que no veíamos, y miraremos a Él con su devoción infinita,
con su mansedumbre inacabada y veremos en su mirada a los que tanto deseamos
ver…
Rezaremos las catorce estaciones del Vía Crucis
entre los muros blancos de nuestra casa. Y será inevitable evocar la faz de su
imagen por los callejones de nuestro barrio, junto a la celosía de Santa Isabel
y Santa Paula, entre sus cipreses, en el patio de las Siervas de María, en el
zaguán de San Cayetano. Imaginaremos ver nuestro nuevo estandarte acompañando
el cortejo, recordando las manos que acariciaron el antiguo, como quien honra
su herencia, portándolo en la gélida noche como si besaran otras manos, la de quien le enseñó a amar, sin condiciones
en silencio y sin prejuicios, a nuestra Hermandad.
Finalmente,
concluyendo el último domingo de enero, rezaremos el Santo Rosario y terminará
la veneración, y los cultos al Cristo de
San Julián. Todo se cubrirá de un azul mágico, de luna y océano. Y se
repartirán flores que van a marchitarse entre los últimos presentes, que ya
desmontan el exorno. Y las agarraremos junto a la mano de quien tanto queremos,
de quienes no nos fallan, y las apretaremos para una última mirada íntima a la
Virgen de la Hiniesta y pedirle esperanza, en los momentos difíciles. Esperanza
en plena marejada o en medio del temporal. Esperanza para sentirnos queridos
por quienes necesitamos. Faro, guía y esperanza para poder repartirla entre
nuestros hermanos…
Es una fría
noche de enero en nuestro corazón…
Carlos Castro Arroyo
Secretario Segundo
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