domingo, 29 de noviembre de 2020

Adviento: Esperando al Señor que se acerca


 

El inexorable reloj del tiempo nos devuelve otra vez a la casilla de salida. Y entre el aroma de castañas tostadas y la arquitectura efímera de luces navideñas cada vez más madrugadoras, al llegar los días postreros de noviembre, el adviento se cuela en nuestras vidas.

            Con la misma naturalidad que el reloj traspasa la frontera de los días hemos pasado de un año litúrgico a otro. Cerrábamos uno con la majestad de Cristo Rey del Universo que vuelve lleno de poder para juzgar al mundo e inauguramos otro fijándonos en un frágil Niño que nace humildemente en una cueva. El adviento transitará suavemente desde la espera vigilante de aquel Dios “terrible y glorioso” hasta el encuentro entrañable y agradecido con el Dios hecho hombre, el hijo de María. Entre medio, un deseo íntimo y personal de acogida que requiere un proceso de conversión.

            Recorremos este itinerario hacia la Navidad guiados por tres personajes principales: los profetas del Antiguo Testamento, en particular Isaías (siglo VIII a. C.) que anuncia el nacimiento de un niño llamado a ser Dios fuerte, Padre eterno y Príncipe de la paz; Juan el Bautista, familiar y coetáneo de Jesús que le señala en medio de su pueblo y predica un bautismo de conversión y sobre todo la figura de la Virgen María que con su aceptación plena y confiada de lo que el Ángel le anuncia, abre la puerta a la humanidad de Jesús. Por ello se dice que es un tiempo esencialmente mariano en el que brilla la solemnidad de la Inmaculada Concepción de tanta raigambre en Sevilla y en nuestra Hermandad y en el que la veneramos en sus advocaciones de Loreto, Guadalupe y por supuesto Esperanza que tanta devoción popular concita en nuestra tierra.

            Los romanos denominaban adventus (llegada) al tiempo de preparación de la visita de algún personaje importante (un rey o un general victorioso); para nosotros ese personaje es Jesús. Y aunque cuenta con muchos siglos que existencia, es el más moderno de los tiempos litúrgicos fuertes, el último en formarse allá por el siglo V. A lo largo de la historia su duración ha venido oscilando entre tres y seis semanas. Las vigentes Normas sobre la ordenación del calendario litúrgico establecen su duración en cuatro semanas y fijan su comienzo el domingo más próximo al 30 de noviembre. Es tiempo de alegría contenida, de espera activa y de preparación espiritual.

            Los signos externos de este tiempo están presididos por la idea se sobriedad: en el color de los ornamentos, el morado (facultativamente el rosa el tercer domingo); en la decoración del altar, limitada en luces y flores; en la sencillez del canto y en omisión del Gloria en las celebraciones. Todo ello con la doble finalizar de crear un ambiente propicio para el encuentro interior y de contrastar con la explosión de música y luz que supondrá la Navidad. En los últimos tiempo se ha ido estableciendo el símbolo más llamativo del Adviento “importado” de los países del Norte de Europa: la Corona del Adviento”. Consiste en un aro de ramas y hojas verdes adornado con cuatro velas, tres moradas y una rosa, que se van encendiendo al comienzo de la celebración de cada uno de los domingos  para recordar los hitos o etapas que se van consumiendo hasta la llegada de Jesús. En ocasiones se añade en el centro una vela de color blanco de mayor altura y grosor que las otras que se encenderá la noche de Nochebuena (en la tradicional Misa del Gallo); representa a Cristo luz del mundo y simboliza que su nacimiento en Belén irradia a todo el universo.

            Vivimos un tiempo de angustias e incertidumbres en el que todo lo que hemos ido construyendo con los años parece que se tambalea. Oigamos la noticia que proclama el adviento: “el Señor viene a nuestra casa, Dios está cerca” y a pesar de nuestros errores y fracasos y de los peligros que nos acechan, este anuncio nos tiene que llenar de esperanza. El papa Francisco lo recordaba con estas palabras: “El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. ¡Una esperanza que no decepciona sencillamente porque el Señor no decepciona jamás! Él es fiel, Él no decepciona. ¡Pensemos y sintamos esta belleza!”

José Antonio González Ruiz

Promotor sacramental


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