“La de la Virgen de mayo,
la de mi blanca corona...”
Dulce María Loynaz
Ha
florecido mayo sobre la liturgia. Se ha consumado la primavera. La Pascua
madura, Jesús asciende a los cielos y el Espíritu Santo va a descender a los
apóstoles, reunidos en la mesa, junto a María. Siempre María.
Es su mes. Es el mes de las flores. Flor de
retama, devoción de nuestra vida. Ella es nuestro refugio. Por ello, se sienta
a la mesa, junto a nosotros. No es difícil imaginar el miedo, el vacío que debieron sentir los discípulos
cuando Jesús resucitado, desde Galilea, vuelve a la casa del Padre, pensándose abandonados.
Cuántas
veces nosotros hemos sentido lo mismo… Las páginas muertas de nuestra
biografía… Aquel frio amanecer, aquella tarde,
que la angustia nos superaba, y salimos a la calle, sólo para buscar a Ella.
Pensábamos que nos habían olvidado, que
no éramos importante para nadie, y allí estaba esperándonos. De blanco y de
pureza.
Roca firme, pedernal, consuelo y esperanza. Raíz
y savia del tronco de seis siglos. Y porvenir en nos. Porvenir, porque nuestro futuro será junto a la
Hiniesta Gloriosa, o no será.
Por eso, Ella fue a estar con ellos, a celebrar Pentecostés, para no dejarlos, para aliviar ese temblor oculto de sirga, que entre ellos no se atrevían a admitir. Su sola presencia es serenidad, sotavento de nuestras dudas, es el ancla de nuestra nave en derrota.
Vivimos el tiempo de las Glorias. Es ese contradictorio e ilusionante mes de mayo que guarda las esencias del helecho. De la luz velada de polen. Del esplendor y de las flores.
Y lo
custodia en este período difícil que nos ha tocado vivir. En este devenir de
las ausencias, en este trayecto
inesperado y cuesta arriba…
Intacta
está nuestra ansia. No salió la Salud a la calle, ni hemos visto la Alegría por
la Judería. Ni habrá nubes de romero, ni
reflejos en el río de simpecados y carretas de plata...
Pero
habrá veintitrés de mayo. Habrá tres días de puertas abiertas, en comunión con
todas las Hermandades de Gloria. Y el domingo volveremos a Ella. Volverán los niños y niñas a
ofrecerle las flores de su alma. Volveremos a la mirada inocente a la que le
debemos todo.
Porque, hace cuarenta y siete años, Sevilla
coronó a su Patrona. Porque cuentan que Ella dijo “Soy de Sevilla” y la ciudad le
respondió que era de Ella.
No podremos
besar sus manos, pero sí pronunciar en
silencio un agradecimiento infinito. Como decía Gerardo Diego: “dejarse
florecer durante el mes de mayo de alelíes las manos los ojos de distancia”.
Cada
uno de nosotros, acariciará su medalla, ya sea calada o con reverso repujado, y
el cordón que la porta. Esos hilos indiferentes, de plata, blancos, azules, de
seda, nuevos o desgastados, pero que lo
unen todo. Esa medalla, que llegó a nuestras manos, tal vez de un ser querido…
Pero, siempre,
y de manera invariable, viene a decirnos
lo mismo: Dos palabras que lo dicen todo. En el recodo más valioso de nuestra
alma. En lo más hondo. En la eternidad. Siempre.
Siempre juntos.
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