Solemnidad del
Cuerpo y Sangre de Cristo
“Tomad, esto es mi cuerpo”
San Marcos 14, 12-16 y 22-26
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: "El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?" Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.»
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo.» Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.»
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.
Reflexión: El
mayor testimonio de amor
Pensemos en los grandes amantes. Su
amor es ingenioso, su ternura es creativa. Cuando la distancia los separa, los
recuerdos de su rica imaginación posibilitan los signos de presencia continua.
Las cartas, las fotos, las flores, el teléfono, hacen un poco más soportable la
ausencia del otro. Mil regalos, aunque sean muy cálidos, no pueden reemplazar
el encuentro cara a cara de dos personas que se unen en un beso. Porque el
mejor gesto es el contacto directo.
Por misericordia para con nosotros,
Jesús ha reunido en la Eucaristía un signo causado por su ausencia y el
realismo de su divina y humana presencia. Tal es la comunión del pan del cielo,
signo de vida eterna en la tierra. Porque quiso que el mismo gesto de amor
fuese ofrecido a todos los hombres de todos los tiempos, Jesús desapareció
ausentándose en la Ascensión. Desde entonces, al ser Señor del espacio y del
tiempo, puede abarcar con una sola mirada todo el universo y su historia. Esta
distancia oculta una presencia siempre real, aunque más discreta para poder ser
más universal.
En el signo del pan partido sobre la
mesa de la Iglesia está la realidad de la persona de Cristo, crucificado y
resucitado, verdaderamente presente para nosotros. Su poder y amor infinito no
queda reducido a un puro símbolo que evoca solamente su paso breve por el
mundo. Porque pudo y porque quiso, Cristo permanece con nosotros realmente
presente, en el pan roto y compartido y en el cáliz consagrado de la nueva
alianza.
La Eucaristía es el velo más sutil,
el mínimo, que permite a Jesús regalar a todos sus hermanos el máximo de su
presencia a través del banquete divino. Jamás podremos dejar de adorar este
sublime gesto de amor de Cristo.
“Tomad y comed: es mi cuerpo”. “Tomad
y bebed: es mi sangre”. Palabras sencillas y acogedoras, que encierran el
misterio del Señor, que descansa en el altar antes de penetrar en nuestro
corazón. Son el signo elocuente de la ternura infinita.
En el altar de todas las iglesias, en
el sagrario del templo más sencillo, en la custodia más artística que sale
procesionalmente a la calle el día del Corpus, Jesús, el Salvador, el Señor,
está verdaderamente presente. La Eucaristía es la más bella invención del amor
de Cristo.
Andrés Pardo, Pbro. En http://oracionyliturgia.archimadrid.com/2015/06/01/
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