domingo, 7 de junio de 2015

Evangelio del domingo 07/06/2015

Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo

“Tomad, esto es mi cuerpo”

San Marcos 14, 12-16 y 22-26

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?» 

Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: "El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?" Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.» 

Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo.» Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.» 

Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.

Reflexión: El mayor testimonio de amor

Pensemos en los grandes amantes. Su amor es ingenioso, su ternura es creativa. Cuando la distancia los separa, los recuerdos de su rica imaginación posibilitan los signos de presencia continua. Las cartas, las fotos, las flores, el teléfono, hacen un poco más soportable la ausencia del otro. Mil regalos, aunque sean muy cálidos, no pueden reemplazar el encuentro cara a cara de dos personas que se unen en un beso. Porque el mejor gesto es el contacto directo.

Por misericordia para con nosotros, Jesús ha reunido en la Eucaristía un signo causado por su ausencia y el realismo de su divina y humana presencia. Tal es la comunión del pan del cielo, signo de vida eterna en la tierra. Porque quiso que el mismo gesto de amor fuese ofrecido a todos los hombres de todos los tiempos, Jesús desapareció ausentándose en la Ascensión. Desde entonces, al ser Señor del espacio y del tiempo, puede abarcar con una sola mirada todo el universo y su historia. Esta distancia oculta una presencia siempre real, aunque más discreta para poder ser más universal.

En el signo del pan partido sobre la mesa de la Iglesia está la realidad de la persona de Cristo, crucificado y resucitado, verdaderamente presente para nosotros. Su poder y amor infinito no queda reducido a un puro símbolo que evoca solamente su paso breve por el mundo. Porque pudo y porque quiso, Cristo permanece con nosotros realmente presente, en el pan roto y compartido y en el cáliz consagrado de la nueva alianza.

La Eucaristía es el velo más sutil, el mínimo, que permite a Jesús regalar a todos sus hermanos el máximo de su presencia a través del banquete divino. Jamás podremos dejar de adorar este sublime gesto de amor de Cristo.

“Tomad y comed: es mi cuerpo”. “Tomad y bebed: es mi sangre”. Palabras sencillas y acogedoras, que encierran el misterio del Señor, que descansa en el altar antes de penetrar en nuestro corazón. Son el signo elocuente de la ternura infinita.

En el altar de todas las iglesias, en el sagrario del templo más sencillo, en la custodia más artística que sale procesionalmente a la calle el día del Corpus, Jesús, el Salvador, el Señor, está verdaderamente presente. La Eucaristía es la más bella invención del amor de Cristo.


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