Domingo III de cuaresma
“El que bebe
del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed”
San Juan 4, 5-15
En aquel tiempo, llegó Jesús a un ciudad de Samaria llamado Sicar, cerca
del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús,
cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber».
Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mi,
que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos).
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te
dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva».
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de
dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio
este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?».
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el
que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré
se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida
eterna».
La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré
que venir aquí a sacarla. Veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron
culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está
en Jerusalén»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte
ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis;
nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.
Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es
espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga,
él nos lo dirá todo».
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los
samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días.
Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer:
«Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y
sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo»
Reflexión: Las enseñanzas de la samaritana
La Samaría es desde la antigüedad
una tierra prohibida, una tierra de descreídos y de heréticos. Jesús llega a
esta región, despreciada por los judíos, para revelar el secreto de su
mesianidad a una mujer de costumbres fáciles, al tiempo que trastorna el
concepto tradicional del templo en un país de cismáticos.
Jesús en un mediodía caluroso tiene
sed y pide de beber. Es significativo que Cristo, que ha venido a dar y darse,
muchas veces pida algo. Antes de nacer pide el “sí” a su madre. A Juan le pide
que le bautice; a los apóstoles que le sigan. A Leví un puesto en la mesa. Pide
un asno para entrar en Jerusalén y una habitación para celebrar la pascua. Su
último grito en la cruz, “tengo sed”, es una petición. La lección que hay que
sacar es clara: Cristo pide algo antes de devolver con creces. Todos podemos
dar un vaso de agua.
El agua que ofrecen todos los pozos
que se encuentran por los caminos del mundo solamente llegan a calmar de
momento la sed del hombre. Cristo no quita valor al agua del pozo de Jacob,
sino que se limita a poner de relieve su insuficiencia. Cristo no condena las
aguas de la tierra, sino que ofrece el agua que salta hasta la vida eterna. La
samaritana, que sólo piensa en el agua para la cocina y el lavado, es ahora la
que pide: “Señor, dame esa agua; así no tendré más sed ni tendré que venir aquí
a sacarla”. Un agua de esa clase es una bicoca. Pero Jesús exige una sinceridad
y conversión previa antes de dar el agua del evangelio. Hay que confesar
nuestros falsos maridajes; es decir, la engañosa estabilidad, la ligereza que
no comunica alegría, la desilusión raquítica del corazón para poder decir:
“Señor, veo que eres un profeta”.
Y la samaritana se olvida del agua,
del pozo, del cántaro. Ahora la preocupa el culto a Dios, después de darse
cuenta de lo estéril que es darse culto a sí misma. Y Cristo le descubre que
por encima de los montes sagrados, lo que el Padre busca es adoradores en
espíritu y verdad. A la región exterior, a la teología de superficie que le
presenta la samaritana, responde con la religión del espíritu, con la teología
de las profundidades divinas. Dios no quiere hipocresías religiosas, sino el
corazón del hombre, entregado libremente y con adhesión total.
Y la “buena nueva” de la presencia
del Mesías es anunciada por los labios de una pecadora, que se limita a
conducir a Jesús a sus paisanos, ofreciéndoles su propio doloroso testimonio: “Me
ha dicho todo lo que he hecho”.
Andrés Pardo, pbro,
en http://oracionyliturgia.archimadrid.org/category/hoy-domingo/
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