Domingo 23 de octubre de 2016, domingo de XXX
del tiempo ordinario.
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí
mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres
subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo,
erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy
como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos
al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de
este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque
todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»
Evangelio de San Lucas 18, 9 – 14
Reflexión: Mensajeros de la misericordia de
Dios
En el Evangelio de hoy, Jesús nos
presenta dos modelos de oración: uno es el de la persona segura de sí misma,
que da gracias a Dios, pero que no se siente necesitada de su misericordia; el
otro es la oración de quien, ante Dios, se sabe indigno y necesitado de perdón
y misericordia. Jesús concluye lapidariamente: “Este bajó a su casa
justificado, y aquel no”. Y es que Dios es un Padre que nos ama siempre e
incondicionalmente, y ante Él lo que somos está patente: de nada sirve
autojustificarnos.
La oración nos abre a Dios desde la
realidad de nuestra existencia; si acogemos su misericordia, Él mismo nos
perdona y renueva nuestra vida, Él nos justifica. Ya el Antiguo Testamento
hablaba del valor que la oración del pobre tiene a los ojos de Dios.
La Jornada Mundial de las Misiones de
este año tiene como lema “Sal de tu tierra”, y la liturgia de hoy nos habla de
la actitud elemental e imprescindible: dejar de mirarnos a nosotros mismos y
mirar la necesidad de los demás. La oración que Dios escucha es la del humilde
que proclama con su vida y su palabra la misericordia del Señor. Reconocer
nuestra pobreza y la grandeza de la obra de Dios –como lo hizo la Virgen María–
es la forma más sencilla de ser misionero.
En este Año Jubilar de la Misericordia
que ya estamos concluyendo, nos lo recuerda el Papa en su Mensaje para la
Jornada, que tiene por título “Iglesia misionera, testigo de misericordia”. Hay
un vínculo esencial entre misericordia y misión, y la misericordia exige la
humildad del corazón. Modelo de “cristiano en salida” y de “Iglesia en salida”
son los misioneros y misioneras, que esparcen la semilla de la Buena Noticia
por el mundo entero. Ellos han dejado su tierra para ponerse al servicio del
Evangelio y de la Iglesia.
Ciertamente se trata de una vocación
específica, aunque este hecho no debe ocultar la realidad de que todo cristiano
está llamado a “salir de su tierra”, en cuanto esta representa el arraigo en lo
conocido, las seguridades humanas, la autojustificación personal, la comodidad,
la rutina... La oración humilde, al tiempo que nos hace confiar en la
misericordia de Dios, nos convierte también en mensajeros de ella, nos
desarraiga y nos hace valerosos para anunciar esa misericordia del Señor a los
demás. ¡Que sea este el fruto de la celebración eucarística de este domingo!
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