Día 18/04/2011. Publicado en El Mundo. Edición Andalucía
Entre Correduría de los Pasos Largos y la Plaza de la Europa sucede el artificio de los soles antiguos. ¿Dónde estará la frontera, la línea que divide lo cotidiano y vulgar en un suceso digno de crónicas antiguas? Por Correduría llega el Cristo de la Buena Muerte de la Hermandad de la Hiniesta con la Magdalena a sus pies evocando estampas del siglo XIX. Y después la Virgen que tallara Castillo Lastrucci para sustituir a la original, esa figura carbonizada y lúgubre que aparece en los libros de Historia, quemada por episodios de furia iconoclasta en el San Julián de la Guerra Civil.
Pero los fantasmas del pasado desaparecieron y en la escena de esta tarde triunfa el costumbrismo feliz del presente. Se estrenan ropas cursis de domingo provinciano además de los fervores hormonales de adolescentes de verbo pobre y descaro fácil. Antes, los cronistas clásicos y puristas hablaban de la cultura de la bulla, pero no hay duda de que por aquí ya no asoma ninguna sabiduría popular sino una atmósfera de mala educación y bronca de masa. Las muchachas caminan como funambulistas sobre tacones imposibles y las minifaldas y escotes -de una primavera calurosa y adentrada- derraman las carnes excesivas de la generación del 'fast food'.
La Hiniesta arrastra la cartelería demagógica de los candidatos a la Alcaldía
Pero, entre las estampas amables de la bulla, del griterío feliz del Domingo de Ramos se abren las escenas de otro tiempo, como si el paso de la cofradía permitiera el paso por una puerta a otras épocas. Y esa puerta se atraviesa cuando se recorta el crucificado en la tarde de sol. Llega de la Plaza del Pumarejo, de San Basilio -allí donde una vez hubo una iglesia protestante que desapareció como toda huella de la Reforma-, de Relator, de Feria y, por fin, Correduría. En las calles de atrás parece que se abriera el alma de la ciudad y se rescatara la Sevilla de huertas antiguas que había por esta zona, las sombras mudéjares, la luz vieja de los quinqués y el humo de aceite, canela y arrope que sigue como si nada hubiera cambiado.
Barrio de Cansinos-Assens
Es la collación sobre la que escribiera el escritor Rafael Cansinos-Assens, un barrio recreado en su novela En la tierra florida, donde rescata los recuerdos sobre su madre bordadora de mantos de Vírgenes y su padre imaginero. Cansinos-Assens tuvo una infancia profundamente sevillana y empapada en miel e incienso. Luego se convertiría en jefe de la vanguardia ultraísta en Madrid, apostolando en los cafés noctámbulos y bohemios de principios de siglo en la Puerta del Sol y que narró en La novela de un literato. Pero la nostalgia de Sevilla era un dolor, una aguja en la memoria.
La casa de la calle Castellar tenía una azotea desde la que contemplaba espadañas, torres y palmeras entre palomos, vencejos y abejas. La casa siempre estaba llena de hilos por las labores de bastidor de la madre bordadora, y virutas de la madera del padre.
Hoy huele a tazones de leche caliente como en aquellas tardes de la infancia del niño poeta. Y en Sevilla siguen estrenándose niños que en realidad parecen vestidos casi como en el tiempo de Cansinos-Assens: niños de pantalocitos cortos y calcetines calados; niñas con lazos enormes, pecherines bordados y falditas de canesú. Niños recién estrenados que estrenan ropitas de hace siglos, como ocurre en las fiestas de todas las ciudades provincianas en las que el tiempo se quedó congelado. Parecen muñecos de esos que se colocaban sobre colchas adamascadas en camas con luces de perilla.
Niños recién estrenados que estrenan ropitas de hace siglos
Ya llega la Virgen de la Hiniesta atravesando calles con portalones de goznes mohosos. A su pesar arrastra la cartelería demagógica de los alcaldables que se disputarán el cargo en el ring del 22 de mayo. Son servidumbres del presente, pero la Virgen de la Hiniesta -aunque sea una talla que reproduce otra más antigua- trae el recuerdo de los siglos.
San Julián era Sevilla la Baja, según el poeta Fernando Villalón. Estas collaciones son escenarios para poetas. Juan Sierra le dedicó hermosos poemas a la Virgen de la Hiniesta. Hay uno que dedica a un recuerdo, a un momento vivido con su amigo Rafael Porlán, otro poeta de la generación de la revista Mediodía, esa vanguardia brillante que surge en la Sevilla de los años veinte y treinta. Porlán era de la Hiniesta y un maestro del surrealismo castizo capaz de mezclar a Racine con Lagartijo y buscar en las caras de las Vírgenes sevillanas los rostros de la Garbo o Mary Pickford.
De la Hiniesta -cuando la procesión pasaba por Duque Cornejo- escribió Sierra: "La Virgen de la Hiniesta tenía entonces en su cara una sorpresa dolorosa de trigo fino que jugaba con las laderas del aire". Son versos que también sirven para esta tarde, para recordarlos mientras se espera pacientemente a los pasos. Versos que se mezclan con las voces de los niños, la charla sesuda de los seudoeruditos de capilla y hasta esa curiosa degeneración que se da en las primaveras caprichosas: la cátedra en Meteorología. Los debates sobre los pronósticos del tiempo sirven para matar el tiempo y ahuyentar el pánico al chubasco.
La Hiniesta se aleja por la collación de los soles antiguos. El manto de azul-hiniesta es un azul de plata fría, un azul que poco a poco se irá tornando de malva vieja, otro insólito color dentro de la compleja acuarela de los altares portátiles.
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