viernes, 23 de marzo de 2012

La Cofradía de la Hiniesta en la literatura (III)


Sevilla en los labios
En nuestro recorrido por los libros o textos literarios que recogen referencias a nuestra Hermandad, nos detenemos hoy en un clásico como es “Sevilla en los labios”, original del escritor Joaquín Romero Murube. Este literato nació en la localidad sevillana de Los Palacios y Villafranca el 18 de julio de 1904 y fallecía en Sevilla el 15 de noviembre de 1969. Fue redactor jefe de la revista Mediodía, vinculada a las vanguardias de la literatura. Fue un pródigo escritor de temas diversos pero especialista en aquellas cuestiones propias de Sevilla, así en 1934 publica su ensayo Dios en la ciudad, más tarde incluido en Sevilla en los labios (Sevilla, Colección Mediodía, 1938). Es éste uno de los libros centrales de Romero Murube: y no sólo por la filosofía expuesta en sus páginas, sino por las líneas estéticas apuntadas, que serán después ampliadas en entregas posteriores: vitalismo sevillano, con sus mitos y leyendas; recuento de vida y literatura en torno a maestros (Bécquer) y al grupo generacional (Mediodía); recreaciones de jardines y de la gracia misteriosa y secreta de los bailes; el temblor de campanas y oraciones que supone la emoción religiosa, etc. Todo ello, con la huida del narcisimo localista y la exposición directa de las limitaciones de una geografía tópica: Queremos una Sevilla universal, dentro de esas normas propias y características que hacen de las ciudades valores apartes y comunes como rosas de distintos aromas y colores. Creemos que, literaria y artísticamente, los sevillanos deben esforzarse en lograr expandir esa enorme fuerza centrífuga que contrae la sugestión de la ciudad al encanto de un patio, al primor de una página, o al círculo mínimo y cordial de una copa de vino. Hay que hacer Sevilla para el mundo, ya que también sabemos hacérnosla- recreación- para nosotros. De su primitivo ensayo “Dios en la ciudad”, incluido posteriormente en “Sevilla en los labios” traemos dos textos de una sensibilidad exquisita y que recoge perfectamente su percepción sobre la Hermandad de la Hiniesta.


HINIESTA

Virgen de la Hiniesta
¿Recordáis la cara de la Virgen de la Hiniesta? No encontraremos palabras para poder encerrar la emoción que a todos producía la visión de aquel rostro que, perdido hoy en la eternidad de la muerte, nos deja en temblor de nuestro recuerdo dos lágrimas que surcan una mejilla de cristal, radiada por la sombra de las largas, negras pestañas. ¡La Virgen de la Hiniesta! Si cada advocación de Virgen sevillana es un acierto de humanidad divinizada, la Virgen de la Hiniesta era precisamente eso: la Virgen Sevillana sin advocación humana. Era eso solamente: la Virgen. Puede haber la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso, con su rostro macerado por el dolor y llagas en sus órbitas acardenaladas; existe la Virgen de los Dolores, con un hermoso gesto de resignación en su semblante; la Amargura, traspasada por las espadas del llanto; la Piedad, con la mayor expresión mística en rasgo de mujer, y tantas y tantas advocaciones de Vírgenes sevillanas… Pero hacía falta la Virgen que, aparte de todas las advocaciones, o mejor dicho, compendiando todas las advocaciones, fuese la expresión real –y aquí lo real tiene que ser lo más poético- de la Virgen. Y esta era la Virgen de la Hiniesta. Era eso: una muchachita del barrio de San Julián que no sabía si reía o lloraba. Llena de gracia era su cara donde la carne de la mejilla se hacía cristal de lágrimas y donde los labios ponían sobre el dolor, la iniciación de un gesto inexplicable que si en la Virgen de la Macarena puede parecer sonrisa, en los de la Hiniesta parecía querer hablar palabras de consuelo. ¿Y su salida a la plaza de pueblo grande que era la plaza de San Julián? Que nos perdonen los buenos sevillanos que lean esta página hoy. Más grande que el dolor de recordar todo esto, ha sido el que a nosotros deparó el destino, al ver en el fuego a la Virgen de la Hiniesta. Obligaciones periodísticas nos obligaron a presenciar el desastre de aquella madrugada desoladora. De nuestro corazón, de nuestra memoria de sevillano creyente, no caerá nunca el recuerdo de aquella hoguera enorme, de aquel macizo de llamas, humos, maderas rojas en el que las vigas de la techumbre formaban un inmenso varillaje de abanico de fuego contra el cielo lleno del resplandor de la tragedia. Nosotros estuvimos allí junto al siniestro, y vimos cómo en el fondo de su capilla, adonde no se podía llegar porque un bosque de fuego lo impedía, la Virgen de la Hiniesta sucumbía, abrasada, lamida por un haz de llamas, entre chispas, humo y cascotes del techo, que caían como bólidos iracundos. No se podía hacer nada. La Virgen de la Hiniesta se consumió en el incendio como una rosa caída en el cráter de un volcán.

La Semana Santa en Sevilla no morirá nunca mientras haya sevillanos. Es una fiesta que invade todos los recintos del corazón de la ciudad. Todo volverá a su cauce, y veremos nuevamente a Dios y a la Virgen por nuestras calles. Saldrán todas las Vírgenes de Sevilla. Pero la de la Hiniesta, aquella que estaba en el barrio de San Julián, aquella Virgen tan blanquita, tan casera, que parecía que nos iba a hablar de nuestras cosas –de nuestro pan, de nuestra madre, de nuestro cariño- aquella no será nunca más el placer de nuestros ojos. La llevaremos para siempre hundida en la Sevilla del alma de los buenos sevillanos.


COFRADÍA, HERMANDAD


Hay tal riqueza sentimental en nuestra Semana Santa, que difícilmente puede lograrse la conjunción de todas sus emociones en una sola sensibilidad. Aun sevillanos, somos un poco forasteros de toda otra hermandad que no sea la nuestra. Lo más que puede alcanzarse es la sensación aproximada, fugitiva e incierta de la mayoría de ellas. Cada cofradía tiene su misterio eterno, absoluto, ligado a la luz, a la vida, al aire y al sentimiento de su barrio, de su calle, de su cielo. Y hay, por ello, tantas sensaciones absolutas y distintas, como calles y corazones tiene Sevilla.

La Hermandad de San Julián, por ejemplo, a las dos de la tarde del Domingo de Ramos, abriendo, la primera, esta larga teoría de misterios, con el ansia vehemente de la muchedumbre castiza estacionada en la barreduela, con aquel aire verde que viene del huerto de los Capuchinos, y las venas de plata que entran, gozosas, por los callejones del Duque de Cornejo, Moravia, etcétera, impresiona muy distintamente de como puede hacerlo la Expiración en el Museo, el Cachorro en el Puente, o la Cena por la calle de la Feria. Y esta impresión es el sentimiento externo, liviano, que percibimos los extraños a la Hermandad.

Porque el cofrade de San Julián, ya que hemos escogido este ejemplo, tiene una valoración subjetiva, infinita y misteriosa, ajena para todo el que no sea de su Hermandad, de su Cristo, de sus Virgen, su procesión y su cofradía. No dice que es la mejor ni la más bella (esto lo dicen los tontos). Dice que es su Virgen y su Cristo. Es él, su barrio, su casa, su mujer, su hijo, su placer y su dolor. Es su vida y su muerte. Su Dios.

Publicado en Sevilla en los labios. 1938

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