jueves, 8 de octubre de 2020

Siempre con los marginados

Cuentan los textos sagrados que uno de los días, en que Jesús predicaba a orillas del Mar de Galilea, se le acercó un escriba para prometerle que le seguiría adonde Él fuese, a lo cual respondió:   “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza.” (Mt 8, 18-22, Lc 9, 57-62)

Desde el mismo momento en que el Señor comienza su vida pública, abandona su hogar y nace la vocación itinerante de lo que luego sería la Iglesia de Cristo. La Iglesia peregrina. Esta idea y esta inclinación a estar fuera de casa, a estar in itinere está en el cultivo de la semilla del propio nazareno, y es parte esencial de lo que el maestro denomina “el reino de los cielos”.

El Papa Juan Pablo II, el peregrino de la paz, decía al respecto, que la misión de la Iglesia siempre era salir a buscar al pecador, a tender puentes y a llevar la voz de Cristo al mundo. Y, también el Papa Francisco, ha salido como el pastor que busca a sus ovejas allá donde se encuentren perdidas. No en vano su cruz, su cruz de latón es la del “Buen Pastor”, y desde que inició su pontificado ha querido transmitir la idea de una Iglesia que sale afuera, que nunca se recoge: “La Iglesia es en salida, o no es Iglesia”.

Pues bien, esta característica intrínseca en la vocación de los primeros cristianos tiene una doble dimensión. No sólo la de recorrer al mundo para llevar el Evangelio a cada confín, sino la de abrirse al marginado, al que se queda al margen del sendero, el olvidado. Aquellos que constituyen el negativo fotográfico de la imagen de la sociedad. El Hijo de Dios vino al mundo para llamar a los pecadores, no a los justos, (Lc 5:32), ello le causó las insinuaciones de los fariseos y maestros de la ley, de la parte más hipócrita de la sociedad de su tiempo. Por ello, no cabe duda de que la fe en Él y en su Palabra nos hace dar un cambio radical a la forma de entender nuestro mundo, lejos de la comodidad, de los prejuicios, y de la mirada altiva o falsa hacia el hermano. 

Es cierto, que la Iglesia y sus instituciones han tenido ese ingrediente esencial en su ADN, a lo largo de los siglos -si bien con desigual relevancia-; pues hasta hoy en día ha mantenido una red asistencial y de acogida, imprescindible, y que muchas veces debía estar en manos de los propios organismos públicos, a los que sale al rescate, continuamente. Pero, sin olvidar la siempre útil mirada crítica a nuestro pasado y presente, no debemos obviar que la actitud del cristiano de a pie, del común de los bautizados, no siempre es edificante, ni acorde con el ejemplo de Jesucristo 

Nuestra conducta sólo puede enfocarse de una manera, la de los brazos abiertos. La respuesta nítida al marginado y sus necesidades, la ayuda al sin techo, la acogida al refugiado, la asistencia al preso, la compañía al enfermo, al dependiente. No cabe otra vía. Cierto que es difícil, que a veces es muy complicado. Cierto que hace falta valor, pero no hay otra forma de entender nuestra religión, ni de que ésta tenga el sentido de sus palabras y de su vida.

Cuántas veces hemos mirado de soslayo al indigente, al que vive en la calle, al que no tiene donde dormir… Cuántas veces se nos olvida que podría ser nuestro propio hermano, que lo es, o nosotros mismos. Y cuánta culpabilidad sentimos al hacerlos sentir invisibles…

Hace falta valor, para estar con el débil y no con el poderoso, y esto es aplicable a nuestras propias miserias, a nuestros entornos más domésticos. Cuántas veces presenciamos como se paga con el más frágil, las deudas que se tienen con el más fuerte… Cuántas veces se callan cosas, que se le echan en cara, precisamente al más indefenso a aquel que más merece nuestra comprensión, protección y ayuda… 

Nuestro Dios, que también fue un refugiado, era aquel al que veían con  leprosos, vagabundos y pecadores. Nunca nos olvidemos. Sólo con esa mirada limpia, sólo con los brazos abiertos, podremos seguirle, como aquel escriba adónde Él quiera….

 

Carlos Castro Arroyo

Mayordomo segundo



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